jueves, 19 de marzo de 2009

"El dolor es mio"

Hay algo de maravilloso en el suicidio pienso... Qué sé yo es fácil decirlo un último gesto que queda en el más absoluto misterio el último pincelazo a veces me pasa tener un estado de demasiada conciencia de mí mismo... comienzo a preguntarme cada uno de los gestos que hago digo ahora me levanto y doy vueltas en círculo por el cuarto me detengo como sigo toco una pared a lo largo con las manos palpando rugosidades después pienso ah ya sé ahora me tiro en la cama y hago veinte flexiones me toco la frente la nariz salgo corriendo al baño orino lo intento cuando estoy orinando pienso qué viene después de la orina.
Lo único que admiro es la intensidad de la desesperación el momento más sublime... me parece que la gente que veo hace gestos se mueve pero yo preveo el vacío ellos no parecen percibir el sinsentido y hasta parecen felices cómo se puede vivir así pienso no se dan cuenta de la inutilidad de los gestos pienso ese pobre hombre parado con su rodilla derecha doblada y el talón en la pared está silbando lo veo tocarse los genitales con disimulo y pienso qué irá a hacer ahora camina unos metros tres más exactamente abraza a otro hombre sin tener conciencia de la desesperación del momento a veces pienso que no saben que van a morir y se mueven espontáneamente cuando pienso en matarme en esos estados críticos pienso...
Pienso en matarme porque me parece siempre tendrá que inventar todos mis gestos en cada instante de mi vida es inaguantable.
Conozco una amiga que tiene una amiga que no puede leer porque tiene miedo al vacío entre las letras. Miedo a caerse...

Creo que sí –a caerse por el vacío de las letras– tiene miedo.
Terminó empleándose en una fiambrería cortaba salame de Milán con un cuchillo grueso le aliviaba sentir la densidad del salame cortado por un cuchillo grueso.
Un día el fiambrero le dijo que le iba a ser más fácil cortar el salame por rodajas en la máquina pero entonces el salame cortado en la máquina caía demasiado rápido –sentía que ella caía al vacío cada vez que la máquina cortaba las rodajas de salame–.
Un día agarró el cuchillo y empezó a clavarlo en su pecho y gritaba “Éste es mi pecho, lo siento, éste es mi cuerpo concreto cuando me clavo el cuchillo. Mi cuerpo concreto mi dolor concreto.”

Yo por eso me hice boxeador. Los golpes en la cara en el cuerpo me hacen sentir –éste es mi cuerpo me digo mi cuerpo duele– éste soy yo.
Cuando pego también las manos duelen al pegar. Son mis manos. Las siento. El dolor es mío.



{Fragmento de la versión de "La muerte de Marguerite Duras" incluida en Teatro completo III}

miércoles, 11 de marzo de 2009

"Harpya" (1979)

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En la mitologìa griega, las Arpías o Harpías (en griego antiguo: Άρπυια Harpyia, ‘que vuela y saquea’) eran hermosas mujeres aladas conocidas principalmente por robar de manera constante el alimento de Fineo, rey de Tracia; haciendo cumplir así un castigo impuesto por Zeus. Ciego èl, cada vez que iba a alimentarse, estos seres le quitaban la comida o la llenaban de excremento.
En tradiciones posteriores fueron transformadas en genios maléficos alados de afiladas garras, que es como se les conoce popularmente.

"Harpya" es un relato fantasmagórico y una historia de horror psicológico sobre el servilismo del amante esclavo. Aqui, no hay posibilidad de escape, ya que la sociedad se divide entre las Harpías y los cautivos, todos ellos relativamente cómodos en su rol hasta que su relación inevitablemente se rompe.
Con esta creaciòn, Roaul de Servais, gana el premio al mejor cortometraje en la 32º ediciòn del fesival de Cannes.



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lunes, 2 de marzo de 2009

"24" ( de Espantapajaros- al alcance de todos- 1932)

El 31 de febrero, a las nueve y cuarto de la noche, todos los habitantes de la ciudad se convencieron que la muerte es ineludible.
Enfocada por la atención de cada uno, esta evidencia, que por lo general lleva una vida de araña en los repliegues de nuestras circunvoluciones, tendió su tela en todas las conciencias, se derramó en los cerebros hasta impregnarlos como a una esponja.
Desde ese instante, las similitudes más remotas sugerían, con tal violencia, la idea de la muerte, que bastaba hallarse ante una lata de sardinas —por ejemplo— para recordar el forro de los féretros, o fijarse en las piedras de una vereda, para descubrir su parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio de una enorme consternación, se comprobó que el revoque de las fachadas poseía un color y una composición idéntica a la de los huesos, y que así como resultaba imposible sumergirse en una bañadera, sin ensayar la actitud que se adoptaría en el cajón, nadie dejaba de sepultarse entre las sábanas, sin estudiar el modelado que adquirirían los repliegues de su mortaja.
El corazón, sobre todo, con su ritmo isócrono y entrañable, evocaba las ideas más funerarias, como si el órgano que simboliza y alimenta la vida sólo tuviera fuerzas para irrigar sugestiones de muerte. Al sentir su tic-tac sobre la almohada, quien no llorara la vida que se le iba yendo a cada instante, escuchaba su marcha como si fuese el eco de sus pasos que se encaminaran a la tumba, o lo que es peor aun, como si oyese el latido de un aldabón que llamara a la muerte desde el fondo de sus propias entrañas.
La urgencia de liberarse de esta obsesión por lo mortuorio, hizo que cada cual se refugiara —según su idiosincrasia— ya sea en el misticismo o en la lujuria. Las iglesias, los burdeles, las posadas, las sacristías se llenaron de gente. Se rezaba y se fornicaba en los tranvías, en los paseos públicos, en medio de la calle... Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud abusó de la vida, quiso exprimirla como si fuese un limón, pero una ráfaga de cansancio apagó, para siempre, esa llama rada de piedad y de vicio.
Los excesos del libertinaje y de la devoción habían durado lo suficiente, sin embargo, como para que se demacraran los cuerpos, como para que los esqueletos adquiriesen una importancia cada día mayor. Sin necesidad de aproximar las manos a los focos eléctricos, cualquiera podía instruirse en los detalles más íntimos de su configuración, pues no sólo se usufructuaba de una mirada radiográfica, sino que la misma carne se iba haciendo cada vez más traslúcida, como si los huesos, cansados de yacer en la oscuridad, exigieran salir a tomar sol. Las mujeres más elegantes —por lo demás— implantaron la moda de arrastrar enormes colas de crespón y no contentas con pasearse en coches fúnebres de primera, se ataviaban como un difunto, para recibir sus visitas sobre su propio túmulo, rodeadas de centenares de cirios y coronas de siemprevivas.
Inútilmente se organizaron romerías, kermeses, fiestas populares. Al aspirar el ambiente de la ciudad, los músicos, contratados en las localidades vecinas, tocaban los “charlestons” como si fuesen marchas fúnebres, y las parejas no podían bailar sin que sus movimientos adquiriesen una rigidez siniestra de danza macabra. Hasta los oradores especialistas en exaltar la voluptuosidad de vivir resultaron de una perfecta ineficacia, pues no solo los tópicos más experimentados adquirían, entre sus labios, una frigidez cadavérica, sino que el auditorio sólo abandonaba su indiferencia para gritarles: “¡Muera ese resucitado verborrágico! ¡A la tumba ese bachiller de cadáver!”
Esta propensión hacia lo funerario, hacia lo esqueletoso, ¿podía dejar de provocar, tarde o temprano, una verdadera epidemia de suicidios?
En tal sentido, por lo menos, la población demostró una inventiva y una vitalidad admirables. Hubo suicidios de todas las especies, para todos los gustos; suicidios colectivos, en serie, al por mayor. Se fundaron sociedades anónimas de suicidas y sociedades de suicidas anónimos. Se abrieron escuelas preparatorias al suicidio, facultades que otorgaban título “de perfecto suicida”. Se dieron fiestas, banquetes, bailes de máscaras para morir. La emulación hizo que todo el mundo se ingeniase en hallar un suicidio inédito, original. Una familia perfecta —una familia mejor organizada que un baúl “Innovación”— ordenó que la enterrasen viva, en un cajón donde cabían, con toda comodidad, las cuatro generaciones que la adornaban. Ochocientos suicidas, disfrazados de Lázaro, se zambulleron en el asfalto, desde el veinteavo piso de uno de los edificios más céntricos de la ciudad. Un “dandy”, después de transformar en ataúd la carrocería de su automóvil, entró en el cementerio, a ciento setenta kilómetros por hora, y al llegar ante la tumba de su querida se descerrajó cuatro tiros en la cabeza.
El desaliento público era demasiado intenso, sin embargo, como para que pudiera persistir ese ímpetu de aniquilamiento y exterminio. Bien pronto nadie fue capaz de beber un vasito de estricnina, nadie pudo escarbarse las pupilas con una hoja de “gillette”. Una dejadez incalificable entorpecía las precauciones que reclaman ciertos procesos del organismo. El descuido amontonaba basuras en todas partes, transformaba cada rincón en un paraíso de cucarachas. Sin preocuparse de la dignidad que requiere cualquier cadáver, la gente se dejaba morir en las posturas más denigrantes. Ejércitos de ratas invadían las casas con aliento de tumba. El silencio y la peste se paseaban del brazo, por las calles desiertas, y ante la inercia de sus dueños —ya putrefactos— los papagayos sucumbían con el estómago vacío, con la boca llena de maldiciones y de malas palabras.
Una mañana, los millares y millares de cuervos que revoloteaban sobre la ciudad —oscureciéndola en pleno día— se desbandaron ante la presencia de una escuadrilla de aeroplanos.
Se trataba de una misión con fines sanitarios, cuyo rigor científico implacable se evidenció desde el primer momento.
Sin aproximarse demasiado, para evitar cualquier peligro de contagio, los aviones fumigaron las azoteas con toda clase de desinfectantes, arrojaron bombas llenas de vitaminas, confetis afrodisíacos, globitos hinchados de optimismo, hasta que un examen prolijo demostró la inutilidad de toda profilaxis, pues al batir el record mundial de defunciones, la población se había reducido a seis o siete moribundos recalcitrantes.
Fue entonces —y sólo después de haber alcanzado esta evidencia— cuando se ordenó la destrucción de la ciudad y cuando un aguacero de granadas, al abrasarla en una sola llama, la redujo a escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte.