lunes, 15 de junio de 2009

"Mamà"

A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me besaba antes de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o 9 años. Ella se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo fingía dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y luego coloreba la soda con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula altamente explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme un beso. Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no llega a escuchar, pero agradecía.
Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí. Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez a a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba cierto recato. Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba tirada en el gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos de la terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.
Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía que había tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, "que el hígado le latía". Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de basura, cómo se acumulaban las botellas. se escondía para beber. A veces mirábamos televisión -a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera- y de pronto se iba al baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella se metió debajo de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.
Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas con la tijera. Desde chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas. De los figurines, como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema del dedo siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me puso alcohol en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago. "¡Mamá!", la alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente del pico, aun siendo gaseosas. "Es que me ponés nerviosa", me dijo. Pero después se tomó todo lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el Abeja. No así con el perfume. Un día la acompañé a una perfumería, después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un mismo día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno que fuera frutado. Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil, sin embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o de abuela Alicia, como decir: "Sacale la copa a Dora" o "Decile a Dora que pare", pero nada más. Algún codazo intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba, lo que no dejaba de ser, por otra parte, un costado simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro de tía Clorinda. Pero era una mujer encantadora.
En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el caso de papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi hermana reclamaba lo que a ella le correspondía.
No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergía a los animales con plumas. Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un globo.
Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba, con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día, tía Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos. Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alochol. Era el cigarrillo.
Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.
Dejaba el cigarrillo -fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro-, cortaba un pedazo de milanesa, por ejempl; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha amarillos por la nicotina, casi verdes.
Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo. "Es mi único vicio", decía mamá. Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre. Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena. Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el postre.
Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien, cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta o queso y dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba con el de la sopa y así se disimulaba.
Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema es que les leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott. Digamos -para que quede claro- cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con los últimos arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante sensible. Y de chico, más.
Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas. Bordaba muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama, escuchando en la radio el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando tabaco.
Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco. Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades.
En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó -le bebió, digamos- un perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.
Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen destapado una cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal muerto.
Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego, años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman. Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros, que era la princesita de aquella soledad. O esa otra que decía "en qué se mete, la chica del diecisiete".
Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de garganta, producida por las bolitas de paraíso.
Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones hasta le terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el juego.
Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces, seis o siete horas jugando. "Es mi único vicio", decía mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían, apenas, rasgos de personalidad.
Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos, jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas. Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza.
Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil zorro que a mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que, sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana no pudo digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.
Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que nada cuando decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con los internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante mentirosa. "Imaginativa", decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los enfermos por dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. "Me sorprende de vos -le dije un día-. Siempre fuiste una persona muy buena y amable con la gente." Se puso seria. "Son viejos enfermos, terminales algunos, indefensos", le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras. "Las deudas de juego se pagan", me dijo, y encendió un Avanti.
Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros, y que era al divino botón mantener un departamento tan grande como el de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran todas mentiras. Que había perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo del Club Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.
La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios. Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego. Y me dio el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está estudiando medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa, vital, encantadora, cariñosa y alegre.

lunes, 1 de junio de 2009

"Perfumada noche"

(A mi tía Haydée, para que nunca se muera)
La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante.
El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz. Pocos lo recuerdan en este pueblo. Algunos, los más concisos, piensan que murió realmente de vejeces. La muerte es según, como la vida. Es otra vida, justo, otra forma de consistir, no un per saecula definitivo, nada ab­soluto, ninguna cosa extravagante porque también es de ser, aunque en artículo mortis. De modo que el señor Pelice sigue siendo todavía. La muerte, ya que viene al caso, es suceso chiquito, desdibujo, entreluces. Este pueblo no fue así desde el comienzo, como uno imagina.
En su momento fue pueblo niño. Antes no estaba el molino de Rodríguez ni la fábrica de fideos de Basile era como es ahora con un alto letrero encendido en la punta, sino de madera bien seca y engrasada, es decir, lista para encenderse en cualquier momento como finalmente sucedió bien solemne y entonces, después, sobre las cenizas vino esta otra, de fuerte cemento y letrero penachudo, ni estaba siquiera esta estatua de San Martín que cabalga sereno entre las copas de los árboles, ni el blanco palacio de la Municipalidad tan gober­nante, ni aun la avenida AIsina de cemento lisa embanderada de letreros a los costados.
Esto es, hay otro pueblo por debajo de este, y otro y otro más con tapialitos amarillos de sol y callecitas de tierra. Y por una de esas callecitas ahí viene el señor Pelice con sus botines de becerro, su traje de gabardina negra y su panamá copudo, a los pasitos, muy de cuerpo presente. Viene. Y ese fue el minuto y la luz del señor Pelice.
Porque no va que ve por primera vez a la señorita Haydée Lombardi en la puerta de su casa, en la calle Saavedra, al lado de la confitería Renaci­miento, que está en la esquina de Pueyrredón y Saavedra, aquella opulenta casa con un tejado a la Mansard con espiga, tragaluces, cresta, veleta, buharda y chimenea, que se ennegre­cía al atardecer y boyaba como un barco en el alto cielo y ella allí, en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música.
Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron palabra pero él desde enton­ces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más brillante de su vida lo cual es bastante textual porque, como se sabe, el señor Pelice era el cohetero más reputado de la zona.
¿Quién no recuerda, eso sí, las cascadas, abanicos, glorias y soles fijos que hacía estallar para la fiesta de San Donato, por ejemplo, aparte de las consonantes bombas de estruendo que reventaba en procesiones y remates y que se oían hasta Irala o Cucha-Cucha, según soplase el viento, y era el propio mundo que saltaba en pedazos?
Aquel año del encuentro engendró para la fiesta de San Isidro Labrador, de este pueblo protector, sus famosas piezas pírricas de formidable combus­tión. Las piezas pírricas mediante fuegos fijos, esto es, que hacen su efecto sin dar vueltas, según se conocían hasta enton­ces, eran fáciles de prender mediante el simple recurso de mechas de comunicación.
El maestro Pelice, en cambio, que era un verdadero artista creativo, prosiguiendo y mejorando los fogosos estudios del maestro Ruggieri, perfeccionó in extenso los fuegos pinicos alternando piezas fijas con piezas giratorias, lo cual es de suma perfección si se tiene en cuenta que el movimiento de rotación se opone per se a que se establezca la comunicación entre las piezas. El sutil rebusque se basaba en una fuerte broca colocada horizontalmente sobre un sólido poste de madera y que servía de eje a todas las piezas, de las más simples a las más complicadas, combinando en ajustada compe­tencia de ingenio soles fijos, estrellas, glorias, patas de ganso, aspas de molino y las maravillosas espuelas de fuego de su exclusiva invención. Inspirado por la alada figura de la señorita Haydée, el señor Pelice llegó incluso a fabricar aquella atronadora pieza en espiral, compuesta de fuegos giratorios y de una hilera de lanzas que suben circularmente y forman, cuando la pieza gira, una espiral de fuego de enorme pasmo y majestuo­so incendio, que disparó para la noche del 9 de Julio de 1935.
Esa misma noche, en la casita que habitaba en las afueras del pueblo sobre el camino de tierra a las Aguas Corrientes, después de encender cuantas velas y lámparas tenía y distribuirlas por toda la casa y aun en el jardín, el señor Pelice se estableció frente a su escritorio de persiana y tras suspirar largamente mientras se rascaba la cabeza con una lapicera de pluma de pavo escribió con su hermosa letra bastarda de curvas rotundas y el sesgo conexivo de 309, como se prescribe, la misma con la que copiaba las fórmulas del maestro Julio Rossignon, autor del Nuevo Manual del Cohetero y Polvorista editado por la librería de la Vda. de Ch. Bouret, su primera carta a la señorita Haydée, inspirada libremente en el Corresponsal del Amor, Estilo Mo­derno de Cartas Emotivas y Pasionales. Como, según las apa­riencias, sobrepasaba en varios años a la señorita le pareció atinente utilizar como modelo la carta de un viudo pidiendo relaciones a una soltera, aunque él, con propiedad, no fuese viudo de mujer sino más bien viudo de costumbre.
Releyó un par de veces la carta a la luz de la lámpara de aceite de tubo alto y luz espesa, que era su preferida y que cuando se adormecía lo despertaba con breves y susurrantes chisporroteos de la mecha, como si chamuyara. La plegó con cuidado, la besó ladeando sus bigotes de manubrio y la metió en un sobre perfumado. A esta carta nocturna siguieron otras muchas, puntualmente una por semana, pero el señor Pelice no llegó a despachar ninguna. Prefería rellenar con ellas las bom­bas de estruendo, que ahora sonaban un poco más apagadas o huecas, aunque sólo él lo notase, y desparramarlas en mil pedacitos sobre los techos del pueblo. Algunos de esos pedacitos cayeron en el patio de canteros elevados de la casa de la señorita Haydée Lombardi, aunque lamentablemente el día de la carrera de las Doce a Bragado, cuando disparó una bomba para la largada, un papel chamuscado que decía "Mi adorada Haydée" cayó con tan mala leche que fue a dar en el patio de la señora Haydée Bonsignore y más precisamente casi a los pies del señor Bonsignore, que tenía la sangre caliente, y se armó una podrida de calendario.
El señor Pelice seguía transcurriendo exacto, puntual to­das las tardes por frente a la casa de la calle Saavedra y allí estaba siempre la señorita de visu, cada día más blanca y leve, casi transparente.
La señorita Haydée Lombardi murió de tabardillo el 8 de mayo de 1946. El señor Pelice redactó esa noche la única carta que en todos esos años remitió por correo. "Mi estimada señorita: en momentos tan especiales deseo expresarle a usted mi invariable afecto y la seguridad de mi perdurable compañía en esa otra vida de tránsito que ha iniciado usted y que me impongo yo en este mismo momento. Su leal servidor P." El señor Pelice echó la carta al día siguiente y no volvió a salir de la casa por el resto de sus días.
Solamente lo hacía cada 8 de mes, por la tardecita, para depositar un sobre perfumado en el nicho de la señorita que luego se llevaba el viento o algún curioso o bien lo chamuscaba y descoloría el tiempo. Coincidió que para enton­ces los festejos de estruendo fueron cayendo en desuso y se convocaba a remate por edicto judicial. Al tiempo, los vecinos lo dieron por muerto o simplemente lo olvidaron. Ya estaba el asfalto, se habían construido varios molinos, el Expreso Rojas llegaba hasta Buenos Aires y sobre el pueblo de tapiales amari­llos había surgido otro pueblo. La casa de la calle Saavedra se convirtió en un local de compra y venta de propiedades.
A todo esto el señor Pelice envejecía suavemente detrás del último tapial como un fuego que se apaga con lentitud. Al caer la noche encendía todas las velas y las lámparas y daba de comer a unos pececitos de colores que criaba en un acuario y que eran su única y silenciosa compañía. Tenía una colisa la­biosa, dos ángeles que parecían dos pajaritos rígidos, un betta splendens, un labeo bicolor, un telescopio renegrido de ojos saltones que semejaba un gato, una ninfa, un cometa y dos besadores chatos y blancos que colgaban del agua como dos papelitos. La luz del atardecer penetraba por la puerta-ventana que daba al jardín y revestía el cuarto de una claridad dorada que encendía pálidamente la pecera.
Los pececitos flotaban en el agua dorada como suaves pájaros de lento vuelo, desplazándose majestuosamente entre las ramitas de elodea o de helecho japo­nés. El señor Pelice inclinaba su cabeza encanecida sobre los vidrios y sus pensamientos se desplazaban tan lentos y suaves como aquellos pececitos ánimas. Detrás del tapial amarillo que con las sombras se cubría de caracoles, el señor Pelice se hinchaba y arrugaba un poco más cada año. Ahora podía salir y pasar entre los vecinos sin ser reconocido. El pueblo seguía progresivo, casi capital.
Altas luces de mercurio alumbraban las calles avenidas, el asfalto había llegado hasta la calle Magalla­nes, en las afueras, había dos semáforos en el centro que salta­ban bonitamente del verde al rojo y a la viceversa y de los que don Pelice no entendió muy bien su significancia, aunque imaginó que eran tramoyas de estación. La iglesia de San Isidro, tan altiva, tan de lejos visible apuntando al cielo entre los árboles, sobre los buenos campos, había sido vaciada por dentro, ya no consistía en aquel brillante altar con columnas al pan de oro y la santa imagen, muy camal en su contexto, de Santa María ben­dita, todo color y vestes y brillos y ojos de vidrio y el niño desnudo, barrigoncito, sino que ahora era una especie de agudo galpón blanqueado, con una mesada en alto.
Quedan de los otros tiempos, y por allí la reconoció, los grandes ventanales con vidrios a franjas blancas y violáceas que según la disposi­ción del sol azulaban a cierta hora el aire, las gentes, las imágenes de bulto, en cuya luz vio una mañana sobreandar, flotante, a la señorita Haydée con un tul que le velaba el rostro y de cuyos entrepaños florecían ambas manos como de cera. Nada de eso prevalecía ya. Él mismo no era el Pelice de entonces pues nadie se volvió a reconocerlo cuando avanzó por el medio de la nave con el panamá en la mano haciendo crujir los resecos botines de becerro.
De regreso pasó por la calle Saavedra y hundida entre dos vidrieras que resplandecían descubrió traba­josamente la negra silueta de la casa con un afrentoso letrero sobre la puerta. Haciendo visera con la mano, sus ojos repasaron el imbatible tejado a la Mansard que se recortaba contra el resplandor de las luces de mercurio. Esa noche escribió una larga carta a la señorita Haydée dándole cuenta de los adelantos habidos y de las altas y frías luces que hubiesen quitado brillo aun a las cascadas de cuatro brazos, de once metros de alto, con veinte, dieciséis, doce y ocho cartuchos detonantes respectiva­mente, más otros cuatro en el extremo superior del palo que construyó para el sesquicentenario y que fue su más colosal de facto.
Ahora es noviembre. En la profunda noche perfumada al señor Pelice, ya decididamente viejo y por lo tanto insomne, le cuesta una barbaridad conciliar el sueño. Casi no duerme. Se aquieta sobre el catre y hacia el amanecer se adormece un poco.
En esas largas horas divaga por el jardín con la lámpara de aceite en la mano o se echa en una mecedora e impulsada por el aire dulzón que despide el ligustro humedecido por el rocío, su cabeza se vuela como un globo o una pajarita de papel que planea sobre el viejo pueblo con los tapialitos amarillos y las calles de tierra y tanta cosa que se desapareció u ocultó, no visible a prima facie, que eso es la muerte, olvido, oscuridades, suma y suma, tiempo y tiempo, distancia inmóvil.
En la madrugada acercó la lámpara a la pecera y comprobó ya sin dolor que el pez telescopio, ese lento pajarito renegrido que lo observaba con sus grandes ojos saltones a través del cristal y con el que casi había llegado a entenderse, de un mundo a otro, pez-hombre, pez pez, flotaba inerte en uno de los rinco­nes. Al principio, cuando instaló la pecera, eran doce movedizos pececitos pero, iletrado en aguas, el exceso de comida o altera­ciones en la temperatura o defectos en la aireación y filtración redujeron el lote rápidamente. La primera muerte fue una catás­trofe.
El señor Pelice extrajo el cuerpecito finado, una vez que comprobó en forma absoluta que no se movía ni aun empuján­dolo con un dedo, con la redecilla de tul y lo depositó sobre una hoja de hortensia en el medio del escritorio y lo veló algunas horas con la lámpara de aceite. Con una cuchara cavó un hoyo al pie de una magnolia foscata y enterró allí al pececito. No se había aún recuperado de aquella sensible pérdida cuando murió un macropodus opercularis que comenzó boqueando en la su­perficie y luego se acurrucó en un rincón con el vientre hin­chado. Lo sepultó al pie del ciruelo de jardín de aladas hojas marrones. Así fueron muriendo uno tras otro y el viejo enterrán­dolos al pie de esta planta, aquélla.
Al telescopio lo plantó junto a su arbolito más querido, un jazmín japonés de flores carnosas que reventaban justamente para fines de noviembre y se remo­vían en la noche como avecitas blancas bombeando intensas ondas perfumadas que traspasaban la oscuridad hasta el catre o la mecedora del señor Pelice, que ya prácticamente no duerme.
A ratos lee, a ratos escribe pero sobre todo piensa. Eso es la vejez seguramente, una desvelada memoria. Por lo general reconstruye el pueblo desde su infancia mezclando o, mejor dicho, combinando los tiempos, las personas.
Desfilan contra un mismo tapial o por la penumbra amarilla del cuarto el padre Doglia, previniéndolo en cocoliche sobre las tentaciones de este mundo mientras se pone y se quita el bonete francés, nervioso con la presencia del demonio a quien imagina una especie de comisario de la provincia con el uniforme colorado, el viejo Ponce, que habla solo, Bimbo Marsiletti que agita los brazos frente a una banda invisible, Oreste Provenzano que levanta una ristra de billetes de lotería o los tanos Minervino, Visiconti y Ciminelli que pasan tocando la gaita en fila india igual que en la procesión de la Virgen del Carmen.
Desde que se marchó la señorita Haydée ha tomado por costumbre colgar un farol de viento en medio del jardín. El viento lo agita y remueve las densas sombras que cambian pesadamente de lugar. Su luz anaranjada semeja la lechosa claridad de la pecera. Y en esa luz submarina ve brotar en la punta de una ramita al macropodus opercularis o al labeo bicolor o al scatophagus argus o a los puntius arulius que mu­rieron a dúo. Se agitan como flores o pajaritos o caireles, casi transparentes, muy navegantes. Esta noche de noviembre flore­cerá sin duda el telescopio, pez pajarito de negros velos, en la cresta del jazmín japonés.
El 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el señor Pelice escuchó desde el catre el volteo de las campanas que convoca­ban a la misa solemne de primera comunión con la lámpara de aceite todavía encendida a un lado, sobre la silla. Pensó en la virgen de cemento que erigieron las Hijas de María en el atrio de la iglesia y que viera la última vez con el rostro y las manos pintadas de color carne y en las hileras de chicos con brazaletes y túnicas que atravesaban la plaza y estarían ingresando en este mismo momento por la puerta puntiaguda a través de la cual se alcanzaba a ver el altar colmado de luces. Pero su hinchado cuerpo no obedeció al impulso. Tenía los brazos adormecidos y las piernas envaradas. Recién a la tardecita, arrastrándose por el piso, pudo dar de comer a los pececitos. Angelita Alori, que venía dos veces por semana a asear la casa, lo encontró al día siguiente tumbado en el piso de ladrillos y lo acomodó en el catre para finales. Como por otro ítem padecía el mal de orina, Angelita le preparó un cocido a base de raíz de rábano con una mata de perejil y un puñado de hojas de berro, endulzado el conjunto con azúcar de cande.
Se abreva una copa para extraer la orina y los humores que vienen de acompañamiento, acon­sejándose un Pater para refuerzo. El señor Pelice mejoró de la orina pero total que era casi lo mismo pues no podía transpor­tarse para expulsarla, debiendo ayudar al efecto la Angelita con la vista vuelta hacia otra parte. El 8 de enero, puntual, el señor Pelice emprendió su tránsito con el traje de gabardina, el som­brero panamá y los botines de becerro a la hora justa en que los pececitos se brotaban en las ramas. Según la Angelita, que depuso para constancia, hizo una buena muerte, al natural, y fue enterrado de oficio, sin luto ni comparsa, en la mera tierra.
Ahora bien, y a propósito del señor Pelice que pasó, pregunto: ¿cuál es, cuál el verdadero pueblo de la ciudad de Chacabuco, cuál rige? Este de ahora encumbrado en adelantos o aquel otro de los tapialcitos amarillos y las calles de tierra, cuando el camión de riego asentaba el polvo al atardecer y todo era más viejo y simple pero más dulce, y bastaba con estirar el cogote para ver al fondo de la calle las primeras quintas y que por la calle Saavedra en este momento se acerca gravemente el señor Pelice, se detiene frente a la casa de los Lombardi, ya medio en sombras, se quita el panamá y saluda a la señorita Haydée que dice por primera vez con su voz de pajarito:
—¿Habrá calor este año, no cree usted?
—El sol está fuerte para noviembre —responde per obli­cua el señor Pelice.
—¡Hermoso atardecer!
—Sopla algo de viento, por suerte.
—¿Hacia dónde va usted tan incontinenti?
—Al Prado —improvisa temerario el señor Pelice.
—Muy buena idea. ¡Me gustaría mucho ir hasta ahí! — canturrea la señorita.

El señor Pelice le ofrece el brazo y la señorita Haydée con una risita se aparta de la puerta y enlaza el brazo del maestro cohetero. Las dos figuras se alejan entre tapiales amarillos y penachos de sombras rumbo al Prado Español mientras sobre el pueblo desciende la perfumada noche.