lunes, 1 de junio de 2009

"Perfumada noche"

(A mi tía Haydée, para que nunca se muera)
La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante.
El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz. Pocos lo recuerdan en este pueblo. Algunos, los más concisos, piensan que murió realmente de vejeces. La muerte es según, como la vida. Es otra vida, justo, otra forma de consistir, no un per saecula definitivo, nada ab­soluto, ninguna cosa extravagante porque también es de ser, aunque en artículo mortis. De modo que el señor Pelice sigue siendo todavía. La muerte, ya que viene al caso, es suceso chiquito, desdibujo, entreluces. Este pueblo no fue así desde el comienzo, como uno imagina.
En su momento fue pueblo niño. Antes no estaba el molino de Rodríguez ni la fábrica de fideos de Basile era como es ahora con un alto letrero encendido en la punta, sino de madera bien seca y engrasada, es decir, lista para encenderse en cualquier momento como finalmente sucedió bien solemne y entonces, después, sobre las cenizas vino esta otra, de fuerte cemento y letrero penachudo, ni estaba siquiera esta estatua de San Martín que cabalga sereno entre las copas de los árboles, ni el blanco palacio de la Municipalidad tan gober­nante, ni aun la avenida AIsina de cemento lisa embanderada de letreros a los costados.
Esto es, hay otro pueblo por debajo de este, y otro y otro más con tapialitos amarillos de sol y callecitas de tierra. Y por una de esas callecitas ahí viene el señor Pelice con sus botines de becerro, su traje de gabardina negra y su panamá copudo, a los pasitos, muy de cuerpo presente. Viene. Y ese fue el minuto y la luz del señor Pelice.
Porque no va que ve por primera vez a la señorita Haydée Lombardi en la puerta de su casa, en la calle Saavedra, al lado de la confitería Renaci­miento, que está en la esquina de Pueyrredón y Saavedra, aquella opulenta casa con un tejado a la Mansard con espiga, tragaluces, cresta, veleta, buharda y chimenea, que se ennegre­cía al atardecer y boyaba como un barco en el alto cielo y ella allí, en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música.
Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron palabra pero él desde enton­ces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más brillante de su vida lo cual es bastante textual porque, como se sabe, el señor Pelice era el cohetero más reputado de la zona.
¿Quién no recuerda, eso sí, las cascadas, abanicos, glorias y soles fijos que hacía estallar para la fiesta de San Donato, por ejemplo, aparte de las consonantes bombas de estruendo que reventaba en procesiones y remates y que se oían hasta Irala o Cucha-Cucha, según soplase el viento, y era el propio mundo que saltaba en pedazos?
Aquel año del encuentro engendró para la fiesta de San Isidro Labrador, de este pueblo protector, sus famosas piezas pírricas de formidable combus­tión. Las piezas pírricas mediante fuegos fijos, esto es, que hacen su efecto sin dar vueltas, según se conocían hasta enton­ces, eran fáciles de prender mediante el simple recurso de mechas de comunicación.
El maestro Pelice, en cambio, que era un verdadero artista creativo, prosiguiendo y mejorando los fogosos estudios del maestro Ruggieri, perfeccionó in extenso los fuegos pinicos alternando piezas fijas con piezas giratorias, lo cual es de suma perfección si se tiene en cuenta que el movimiento de rotación se opone per se a que se establezca la comunicación entre las piezas. El sutil rebusque se basaba en una fuerte broca colocada horizontalmente sobre un sólido poste de madera y que servía de eje a todas las piezas, de las más simples a las más complicadas, combinando en ajustada compe­tencia de ingenio soles fijos, estrellas, glorias, patas de ganso, aspas de molino y las maravillosas espuelas de fuego de su exclusiva invención. Inspirado por la alada figura de la señorita Haydée, el señor Pelice llegó incluso a fabricar aquella atronadora pieza en espiral, compuesta de fuegos giratorios y de una hilera de lanzas que suben circularmente y forman, cuando la pieza gira, una espiral de fuego de enorme pasmo y majestuo­so incendio, que disparó para la noche del 9 de Julio de 1935.
Esa misma noche, en la casita que habitaba en las afueras del pueblo sobre el camino de tierra a las Aguas Corrientes, después de encender cuantas velas y lámparas tenía y distribuirlas por toda la casa y aun en el jardín, el señor Pelice se estableció frente a su escritorio de persiana y tras suspirar largamente mientras se rascaba la cabeza con una lapicera de pluma de pavo escribió con su hermosa letra bastarda de curvas rotundas y el sesgo conexivo de 309, como se prescribe, la misma con la que copiaba las fórmulas del maestro Julio Rossignon, autor del Nuevo Manual del Cohetero y Polvorista editado por la librería de la Vda. de Ch. Bouret, su primera carta a la señorita Haydée, inspirada libremente en el Corresponsal del Amor, Estilo Mo­derno de Cartas Emotivas y Pasionales. Como, según las apa­riencias, sobrepasaba en varios años a la señorita le pareció atinente utilizar como modelo la carta de un viudo pidiendo relaciones a una soltera, aunque él, con propiedad, no fuese viudo de mujer sino más bien viudo de costumbre.
Releyó un par de veces la carta a la luz de la lámpara de aceite de tubo alto y luz espesa, que era su preferida y que cuando se adormecía lo despertaba con breves y susurrantes chisporroteos de la mecha, como si chamuyara. La plegó con cuidado, la besó ladeando sus bigotes de manubrio y la metió en un sobre perfumado. A esta carta nocturna siguieron otras muchas, puntualmente una por semana, pero el señor Pelice no llegó a despachar ninguna. Prefería rellenar con ellas las bom­bas de estruendo, que ahora sonaban un poco más apagadas o huecas, aunque sólo él lo notase, y desparramarlas en mil pedacitos sobre los techos del pueblo. Algunos de esos pedacitos cayeron en el patio de canteros elevados de la casa de la señorita Haydée Lombardi, aunque lamentablemente el día de la carrera de las Doce a Bragado, cuando disparó una bomba para la largada, un papel chamuscado que decía "Mi adorada Haydée" cayó con tan mala leche que fue a dar en el patio de la señora Haydée Bonsignore y más precisamente casi a los pies del señor Bonsignore, que tenía la sangre caliente, y se armó una podrida de calendario.
El señor Pelice seguía transcurriendo exacto, puntual to­das las tardes por frente a la casa de la calle Saavedra y allí estaba siempre la señorita de visu, cada día más blanca y leve, casi transparente.
La señorita Haydée Lombardi murió de tabardillo el 8 de mayo de 1946. El señor Pelice redactó esa noche la única carta que en todos esos años remitió por correo. "Mi estimada señorita: en momentos tan especiales deseo expresarle a usted mi invariable afecto y la seguridad de mi perdurable compañía en esa otra vida de tránsito que ha iniciado usted y que me impongo yo en este mismo momento. Su leal servidor P." El señor Pelice echó la carta al día siguiente y no volvió a salir de la casa por el resto de sus días.
Solamente lo hacía cada 8 de mes, por la tardecita, para depositar un sobre perfumado en el nicho de la señorita que luego se llevaba el viento o algún curioso o bien lo chamuscaba y descoloría el tiempo. Coincidió que para enton­ces los festejos de estruendo fueron cayendo en desuso y se convocaba a remate por edicto judicial. Al tiempo, los vecinos lo dieron por muerto o simplemente lo olvidaron. Ya estaba el asfalto, se habían construido varios molinos, el Expreso Rojas llegaba hasta Buenos Aires y sobre el pueblo de tapiales amari­llos había surgido otro pueblo. La casa de la calle Saavedra se convirtió en un local de compra y venta de propiedades.
A todo esto el señor Pelice envejecía suavemente detrás del último tapial como un fuego que se apaga con lentitud. Al caer la noche encendía todas las velas y las lámparas y daba de comer a unos pececitos de colores que criaba en un acuario y que eran su única y silenciosa compañía. Tenía una colisa la­biosa, dos ángeles que parecían dos pajaritos rígidos, un betta splendens, un labeo bicolor, un telescopio renegrido de ojos saltones que semejaba un gato, una ninfa, un cometa y dos besadores chatos y blancos que colgaban del agua como dos papelitos. La luz del atardecer penetraba por la puerta-ventana que daba al jardín y revestía el cuarto de una claridad dorada que encendía pálidamente la pecera.
Los pececitos flotaban en el agua dorada como suaves pájaros de lento vuelo, desplazándose majestuosamente entre las ramitas de elodea o de helecho japo­nés. El señor Pelice inclinaba su cabeza encanecida sobre los vidrios y sus pensamientos se desplazaban tan lentos y suaves como aquellos pececitos ánimas. Detrás del tapial amarillo que con las sombras se cubría de caracoles, el señor Pelice se hinchaba y arrugaba un poco más cada año. Ahora podía salir y pasar entre los vecinos sin ser reconocido. El pueblo seguía progresivo, casi capital.
Altas luces de mercurio alumbraban las calles avenidas, el asfalto había llegado hasta la calle Magalla­nes, en las afueras, había dos semáforos en el centro que salta­ban bonitamente del verde al rojo y a la viceversa y de los que don Pelice no entendió muy bien su significancia, aunque imaginó que eran tramoyas de estación. La iglesia de San Isidro, tan altiva, tan de lejos visible apuntando al cielo entre los árboles, sobre los buenos campos, había sido vaciada por dentro, ya no consistía en aquel brillante altar con columnas al pan de oro y la santa imagen, muy camal en su contexto, de Santa María ben­dita, todo color y vestes y brillos y ojos de vidrio y el niño desnudo, barrigoncito, sino que ahora era una especie de agudo galpón blanqueado, con una mesada en alto.
Quedan de los otros tiempos, y por allí la reconoció, los grandes ventanales con vidrios a franjas blancas y violáceas que según la disposi­ción del sol azulaban a cierta hora el aire, las gentes, las imágenes de bulto, en cuya luz vio una mañana sobreandar, flotante, a la señorita Haydée con un tul que le velaba el rostro y de cuyos entrepaños florecían ambas manos como de cera. Nada de eso prevalecía ya. Él mismo no era el Pelice de entonces pues nadie se volvió a reconocerlo cuando avanzó por el medio de la nave con el panamá en la mano haciendo crujir los resecos botines de becerro.
De regreso pasó por la calle Saavedra y hundida entre dos vidrieras que resplandecían descubrió traba­josamente la negra silueta de la casa con un afrentoso letrero sobre la puerta. Haciendo visera con la mano, sus ojos repasaron el imbatible tejado a la Mansard que se recortaba contra el resplandor de las luces de mercurio. Esa noche escribió una larga carta a la señorita Haydée dándole cuenta de los adelantos habidos y de las altas y frías luces que hubiesen quitado brillo aun a las cascadas de cuatro brazos, de once metros de alto, con veinte, dieciséis, doce y ocho cartuchos detonantes respectiva­mente, más otros cuatro en el extremo superior del palo que construyó para el sesquicentenario y que fue su más colosal de facto.
Ahora es noviembre. En la profunda noche perfumada al señor Pelice, ya decididamente viejo y por lo tanto insomne, le cuesta una barbaridad conciliar el sueño. Casi no duerme. Se aquieta sobre el catre y hacia el amanecer se adormece un poco.
En esas largas horas divaga por el jardín con la lámpara de aceite en la mano o se echa en una mecedora e impulsada por el aire dulzón que despide el ligustro humedecido por el rocío, su cabeza se vuela como un globo o una pajarita de papel que planea sobre el viejo pueblo con los tapialitos amarillos y las calles de tierra y tanta cosa que se desapareció u ocultó, no visible a prima facie, que eso es la muerte, olvido, oscuridades, suma y suma, tiempo y tiempo, distancia inmóvil.
En la madrugada acercó la lámpara a la pecera y comprobó ya sin dolor que el pez telescopio, ese lento pajarito renegrido que lo observaba con sus grandes ojos saltones a través del cristal y con el que casi había llegado a entenderse, de un mundo a otro, pez-hombre, pez pez, flotaba inerte en uno de los rinco­nes. Al principio, cuando instaló la pecera, eran doce movedizos pececitos pero, iletrado en aguas, el exceso de comida o altera­ciones en la temperatura o defectos en la aireación y filtración redujeron el lote rápidamente. La primera muerte fue una catás­trofe.
El señor Pelice extrajo el cuerpecito finado, una vez que comprobó en forma absoluta que no se movía ni aun empuján­dolo con un dedo, con la redecilla de tul y lo depositó sobre una hoja de hortensia en el medio del escritorio y lo veló algunas horas con la lámpara de aceite. Con una cuchara cavó un hoyo al pie de una magnolia foscata y enterró allí al pececito. No se había aún recuperado de aquella sensible pérdida cuando murió un macropodus opercularis que comenzó boqueando en la su­perficie y luego se acurrucó en un rincón con el vientre hin­chado. Lo sepultó al pie del ciruelo de jardín de aladas hojas marrones. Así fueron muriendo uno tras otro y el viejo enterrán­dolos al pie de esta planta, aquélla.
Al telescopio lo plantó junto a su arbolito más querido, un jazmín japonés de flores carnosas que reventaban justamente para fines de noviembre y se remo­vían en la noche como avecitas blancas bombeando intensas ondas perfumadas que traspasaban la oscuridad hasta el catre o la mecedora del señor Pelice, que ya prácticamente no duerme.
A ratos lee, a ratos escribe pero sobre todo piensa. Eso es la vejez seguramente, una desvelada memoria. Por lo general reconstruye el pueblo desde su infancia mezclando o, mejor dicho, combinando los tiempos, las personas.
Desfilan contra un mismo tapial o por la penumbra amarilla del cuarto el padre Doglia, previniéndolo en cocoliche sobre las tentaciones de este mundo mientras se pone y se quita el bonete francés, nervioso con la presencia del demonio a quien imagina una especie de comisario de la provincia con el uniforme colorado, el viejo Ponce, que habla solo, Bimbo Marsiletti que agita los brazos frente a una banda invisible, Oreste Provenzano que levanta una ristra de billetes de lotería o los tanos Minervino, Visiconti y Ciminelli que pasan tocando la gaita en fila india igual que en la procesión de la Virgen del Carmen.
Desde que se marchó la señorita Haydée ha tomado por costumbre colgar un farol de viento en medio del jardín. El viento lo agita y remueve las densas sombras que cambian pesadamente de lugar. Su luz anaranjada semeja la lechosa claridad de la pecera. Y en esa luz submarina ve brotar en la punta de una ramita al macropodus opercularis o al labeo bicolor o al scatophagus argus o a los puntius arulius que mu­rieron a dúo. Se agitan como flores o pajaritos o caireles, casi transparentes, muy navegantes. Esta noche de noviembre flore­cerá sin duda el telescopio, pez pajarito de negros velos, en la cresta del jazmín japonés.
El 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el señor Pelice escuchó desde el catre el volteo de las campanas que convoca­ban a la misa solemne de primera comunión con la lámpara de aceite todavía encendida a un lado, sobre la silla. Pensó en la virgen de cemento que erigieron las Hijas de María en el atrio de la iglesia y que viera la última vez con el rostro y las manos pintadas de color carne y en las hileras de chicos con brazaletes y túnicas que atravesaban la plaza y estarían ingresando en este mismo momento por la puerta puntiaguda a través de la cual se alcanzaba a ver el altar colmado de luces. Pero su hinchado cuerpo no obedeció al impulso. Tenía los brazos adormecidos y las piernas envaradas. Recién a la tardecita, arrastrándose por el piso, pudo dar de comer a los pececitos. Angelita Alori, que venía dos veces por semana a asear la casa, lo encontró al día siguiente tumbado en el piso de ladrillos y lo acomodó en el catre para finales. Como por otro ítem padecía el mal de orina, Angelita le preparó un cocido a base de raíz de rábano con una mata de perejil y un puñado de hojas de berro, endulzado el conjunto con azúcar de cande.
Se abreva una copa para extraer la orina y los humores que vienen de acompañamiento, acon­sejándose un Pater para refuerzo. El señor Pelice mejoró de la orina pero total que era casi lo mismo pues no podía transpor­tarse para expulsarla, debiendo ayudar al efecto la Angelita con la vista vuelta hacia otra parte. El 8 de enero, puntual, el señor Pelice emprendió su tránsito con el traje de gabardina, el som­brero panamá y los botines de becerro a la hora justa en que los pececitos se brotaban en las ramas. Según la Angelita, que depuso para constancia, hizo una buena muerte, al natural, y fue enterrado de oficio, sin luto ni comparsa, en la mera tierra.
Ahora bien, y a propósito del señor Pelice que pasó, pregunto: ¿cuál es, cuál el verdadero pueblo de la ciudad de Chacabuco, cuál rige? Este de ahora encumbrado en adelantos o aquel otro de los tapialcitos amarillos y las calles de tierra, cuando el camión de riego asentaba el polvo al atardecer y todo era más viejo y simple pero más dulce, y bastaba con estirar el cogote para ver al fondo de la calle las primeras quintas y que por la calle Saavedra en este momento se acerca gravemente el señor Pelice, se detiene frente a la casa de los Lombardi, ya medio en sombras, se quita el panamá y saluda a la señorita Haydée que dice por primera vez con su voz de pajarito:
—¿Habrá calor este año, no cree usted?
—El sol está fuerte para noviembre —responde per obli­cua el señor Pelice.
—¡Hermoso atardecer!
—Sopla algo de viento, por suerte.
—¿Hacia dónde va usted tan incontinenti?
—Al Prado —improvisa temerario el señor Pelice.
—Muy buena idea. ¡Me gustaría mucho ir hasta ahí! — canturrea la señorita.

El señor Pelice le ofrece el brazo y la señorita Haydée con una risita se aparta de la puerta y enlaza el brazo del maestro cohetero. Las dos figuras se alejan entre tapiales amarillos y penachos de sombras rumbo al Prado Español mientras sobre el pueblo desciende la perfumada noche.

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