lunes, 3 de noviembre de 2008

"Los ritos" (fragmento II )

(...)"Salimos. La besé en la arboleda que da al camino. Volvimos a entrar antes de que terminara la pieza. Entonces fue cuando le conté, de algún modo, lo de los muñequitos. La historia, Virginia, contada entonces, era bellamente más triste. Y yo no estoy seguro de que, esencialmente, no fuese también más verdadera. Hasta yo me conmoví, haciéndote llegar sabe Dios de dónde con tus hipocampos disecados, que a lo mejor fue sólo uno, y tus cambalacheras figulinas de teja pintada, y tu disparate. De pronto te parecías bastante a María Fernanda, y no tuve más remedio que agregarte unos años, y también unos centímetros. El pelo coincidió solo. Y yo llegué de noche a mi departamento después de acciones repulsivas, de camas infames y cópulas con intelectuales corrompidas, borracho y semiloco de miedo a morirme sin haber vuelto a leer Sandokán y puteando a Dios y al género humano por puercos, y feos, y decepcionantes, pensando que todo lo que nace debiera ser inmortal, o no haber nacido, abjurando, como quien comete adulterio, de una inmortalidad que dura apenas lo que dura el mundo y ni un solo día más allá del juicio final o de la guerra atómica, llorando de risa por mí y por todos los cretinos hijos de perra que llaman belleza a lo que no es sino un estado, un minuto grotesco de un proceso de descomposición, haciéndome pis, en la figura del árbol de la puerta de mi casa, sobre la cabeza de todos los que escriben libros y pintan cuadros y componen sinfonías, y aman a una mujer, y suben las escaleras hacia su departamento dispuestos por una vez a acabar dignamente este asunto. Basta de papelerío. Al fuego con todo y uno por la ventana al medio del patio del vecino. Y sin embargo, no. Porque yo encendía la luz de mi pieza, Virginia, y ahora que lo escribo ya no sé si esto lo inventé o fue cierto, y te encontraba a vos; en cualquier parte. Sentada en cuclillas una noche, debajo de la mesa: recibiéndome sorpresivamente con un ladrido que por poco me hace saltar realmente por la ventana, o escribiéndome una carta, acostada boca abajo en la cama. Una de aquellas cartas que luego nunca se atrevía a mostrarme, por su letra infantil y sus electrizantes faltas de ortografía. Y yo, en la historia, me reía entonces. Y uno, mientras está vivo y ama y tiene ideas, es inmortal, qué joder. Y mientras corre a una muchacha por la pieza para quitarle una carta ,y ladra, o muge, y le recita el monólogo de Hamlet envuelto en una sábana o cantan juntos la Marcha de San Lorenzo hasta que viene la señora Magdalena a preguntar si uno se ha vuelto loco, uno es Dios. No importa que esto no haya ocurrido nunca. Lo que importaba era contarlo; sentir, debajo de las palabras, que un día te hartaste de mis silencios, de mis libros, de mi máquina de escribir metida en las orejas y hasta metafóricamente en la vagina. Y así como vino, se fue."(...)

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